Posteado por: M | 21 febrero 2016

Referéndum en Gran Bretaña, retroceso y repliegue de Europa

Vivimos la hora del repliegue, del desistimiento, de la dimisión. Bajo la dirección de Obama, EE UU se repliega en casi todo el mundo, el gendarme reticente queda frenado o paralizado. Europa, bajo la dirección teórica de Alemania y Francia, también se repliega, se encoje, renuncia a impulsar el proyecto de integración, capitula ante las demandas del gobierno británico para convertir a la Unión Europea (UE) en una amplia zona de librecambio económico, políticamente en retroceso; desiste de algunos de sus principios fundadores y parece dirigirse inexorablemente hacia la irrelevancia geoestratégica. El proyecto europeo, varias veces alterado para eludir las zancadillas británicas, se resquebraja con el prurito de mantener al Reino Unido como cogido con alfileres en una empresa que muchos británicos aborrecen. ¿Alguien habló por Europa en la noche sombría de Bruselas?

Como era previsible, aunque observando la liturgia de prolongar las sesiones para dar la impresión de un suspense artificial, el primer ministro británico, David Cameron, y los jefes de Estado y de gobierno de los otros 27 Estados miembros, aprobaron en Bruselas, el 19 de febrero, el acuerdo laboriosamente negociado por las instituciones comunitarias y conocido desde hace 15 días en sus líneas generales para otorgar a Gran Bretaña un nuevo estatuto y evitar el Brexit, es decir, su abandono de la UE. Tras informar a su Gabinete, Cameron anunció que el referéndum sobre la aceptación o rechazo del acuerdo se celebrará el 23 de junio, jueves. Inmediatamente se supo que el gobierno está dividido y que al menos seis ministros, entre ellos, el de Justicia, Michael Gove, amigo personal de Cameron, harán campaña por la ruptura con Europa.

La transacción para evitar el Brexit se discutió en medio de la tormenta desatada, una vez más, por la cuestión de los refugiados, dramatizada por el primer ministro griego, el izquierdista Alexis Tsipras, que amenazó con la bloquear cualquier compromiso si no obtenía la garantía de que los países de la Europaoriental y los Balcanes no cerrarían sus fronteras. Al final, tras varias maniobras y cabildeos, el canciller austriaco, Werner Faymann, renunció a organizar una reunión en Viena, la próxima semana, para coordinar con otros países el cierre de la ruta de los Balcanes. Una vez más se puso de manifiesto que la UE está muy lejos de haber superado los varios escollos y desafíos que plantea la llegada masiva de refugiados e inmigrantes.

Junto a las discriminaciones de que serán víctimas los trabajadores europeos que lleguen como inmigrantes a Gran Bretaña, en lo que concierne a los beneficios sociales, una excepción de muy dudosa legalidad comunitaria, el acuerdo introduce garantías para la protección de la City de Londres (la más importante plaza financiera de Europa), es decir, que las regulaciones europeas no podrán aplicarse a los servicios financieros británicos. Más antieuropeo se me antoja el explícito compromiso de que el Reino Unido no formará jamás parte de “una unión cada día más estrecha” con los otros 27 Estados miembros. El rechazo de una mayor integración, aunque no impedirá que otros países sigan adelante, introduce un desgraciado precedente, nos aproxima a la “Europa a la carta”, o de varias velocidades; incitará a otros países a seguir la senda británica del beneficio sin el coste y aleja el desiderátum de la perspectiva federal.

El único consuelo para los europeístas es que “no habrá veto” británico, “ni derogación de las normas europeas” en la zona euro, ni revisión prevista de los tratados. Los más optimistas creen que la UE seguirá adelante sin el concurso británico. Pero el jefe del gobierno italiano, Matteo Renzi, recuperó la cordura para hacer un comentario desencantado, pesimista: “Existe el riesgo de que se pierda de vista el sueño europeo original”. Me encuentro entre los que piensan que el sueño, el ideal europeísta, se ha convertido en una gestión pragmática y tecnocrática del monstruo bruselense y que, por ende, el acervo comunitario estará peor defendido cada día en todas las cuestiones y en todos los territorios.

“No amo a Bruselas, amo al Reino Unido”

Tras mostrarse exultante por haber conseguido un “estatuto especial”, las palabras de Cameron, aunque dedicadas a sus electores, confirman el estado de lamentable postración en que se encuentra el proyecto europeo: “El Reino Unido jamás formará parte de un súper-Estado de la UniónEuropea –aseguró el primer ministro–, jamás adoptará el euro, ni contribuirá a los rescates de la eurozona, y no participaremos en aquellas instituciones de la Unión que no funcionan”, en referencia tanto al euro como el acuerdo de Schengen sobre la libre circulación de personas o supresión de las fronteras entre los Estados miembros. “Yo no amo a Bruselas, amo al Reino Unido”, clamó Cameron con patriotismo de campanario. “Yo amo a Bruselas y a Gran Bretaña”, le replicó el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk. Mediocre y deplorable epílogo para una noche que se suponía histórica.

Ahora, Cameron tiene que emprender la incierta tarea de convencer a los electores británicos de las ventajas del acuerdo. Una vez más, el pragmatismo y los cálculos económicos, la racionalidad política y económica frente a los sentimientos patrióticos, en un diálogo casi imposible. Los antieuropeos no desarman ante las ventajas esgrimidas por el premier. “Retomemos el control”, incitan los carteles. El ministro de Justicia, Michael Gove, resumió la posición de los adversarios de Europa: “En vez de ofrecernos seguridad en un mundo incierto, las políticas de la Unión Europea se han convertido en una fuente de inestabilidad e inseguridad.” Fronteras, emigrantes, subsidios sociales, soberanía, el interés nacional, palabras mágicas para eludir todo lo que esconden: la discriminación, la xenofobia, el egoísmo furioso, el aislamiento, la melancolía imperial y la trompetería patriótica.

Cameron insistió en que el compromiso de Bruselas era bueno porque otorgaba a Gran Bretaña “lo mejor de ambos mundos”, las ventajas de una gran zona mercantil sin los inconvenientes de la pérdida de soberanía. Nigel Farage, líder del Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP), ardiente defensor del Brexit, replicó calificando de “patéticos” los argumentos del primer ministro. El líder de los tories en las Cámara de los Comunes fue terminante: “No creo que podamos tomar decisiones en función del interés nacional mientras formemos parte de la Unión Europea”. El alcalde de Londres, el también conservador y populista, Boris Johnson, cuya posición puede ser decisiva, prefirió guardar silencio. Los más extremistas abogan por abandonar el sistema métrico para volver a “las medidas imperiales”.

Más allá de las declaraciones oficiales, el Partido Laborista en la oposición se encuentra tan dividido como la sociedad británica, partida en dos, según todas las encuestas. El líder laborista, el muy izquierdista Jeremy Corbyn, ha revisado su euroescepticismo para defender la permanencia en el bloque europeo, pero otros dirigentes del partido deploran los perjuicios que el acuerdo de Bruselas causará a los trabajadores europeos y no desean, por lo tanto, formar parte del “show teatral” montado por Cameron, encaramarse con entusiasmo en la caravana del “sí”. También existe el desagradable problema de que la defensa de los emigrantes quita votos a los laboristas que pasan a engrosar las filas del UKIP, como ocurre en Francia con los antiguos feudos comunistas que ahora se decantan por el Frente Nacional.

Como comenté en una entrada reciente (“Londres y Bruselas ante el cambalache para evitar el Brexit”), el ingreso de Gran Bretaña en la Comunidad Europea (1973) ha sido causa de fuertes turbulencias, de cesiones y retrasos, y no ha servido en ningún caso para fortalecer la cohesión europea, sino más bien para debilitarla, de manera que el divorcio quizá no tendría consecuencias tan desastrosas como ahora se conjetura. No cabe duda, empero, de que el Brexit tendría importantes repercusiones geoestratégicas, políticas y económicas. La vieja “relación especial” de Gran Bretaña con Estados Unidos, aunque preterida y casi enterrada por Obama, también se resentiría. La salida de Gran Bretaña del conglomerado de Bruselas sería recibida con “regret and concern” (sentimiento y preocupación) en Washington.

Las secuelas geoestratégicas han sido resumidas con su habitual perspicacia por Richard N. Haass, en un artículo para Project Syndicate: “Es muy probable que los norteamericanos que abogan por reducir el desempeño de Estados Unidos en el mundo aprovechen el Brexit como una prueba más de que los aliados tradicionales no están compartiendo la carga.” Es decir, añadidas razones para el aislamiento, el repliegue, la retirada, quizá la fragmentación. Paralelamente, una salida británica de Europa reduciría drásticamente la relevancia global de la UniónEuropea, cuya acción exterior, tan retumbante como ineficaz, quedaría en manos de una Alemania económicamente poderosa, pero disminuida por su pasado, vacilante o simplemente pacifista en los asuntos internacionales.

En estos momentos, la City londinense es el punto de entrada en Europa para las grandes potencias y sus empresas globalizadas, lo que explica el que tanto el presidente Obama como el presidente chino, Xi Jinping, se hayan expresado públicamente en favor de la permanencia de Gran Bretaña en la Unión Europea. Empujado por los euroescépticos de su Partido Conservador, Cameron decidió despreciar a los europeos y desafiar a los poderes mundiales. El 23 de junio sabremos si cometió un error histórico que sellaría también el fin de su carrera política.

 

 


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