Posteado por: M | 19 septiembre 2010

Carter ajusta cuentas con Kennedy, Clinton y Obama

No fue el ayatolá Jomeini, como se creía hasta ahora, sino el senador Edward Kennedy, el principal responsable de las desgracias políticas del presidente demócrata Jimmy Carter, y en concreto, de su derrota electoral ante el republicano Ronald Reagan en las elecciones presidenciales de noviembre de 1980. Esa antigua conjetura ha ganado nuevos adeptos tras conocerse parcialmente el nuevo libro de Carter, White House Diary (Diario de la Casa Blanca), que ahora llega a las librerías, en el que dispara también por diversas razones contra los otros dos presidentes demócratas elegidos desde entonces: Bill Clinton y Barack Obama.

Como cuentan las crónicas, Carter es el único presidente demócrata desde 1945 al que los electores negaron un segundo y último mandato en 1980, cuando fue derrotado por Ronald Reagan. En el campo republicano corrió la misma suerte George Bush, padre, que cayó ante Clinton en 1992. El desalojo de Carter de la Casa Blanca se atribuyó a lo sucedido en Irán en plena efervescencia de la revolución islámica capitaneada por el ayatolá Jomeini, ya que el asalto de la embajada de EE UU en Teherán y el denigrante fracaso de la operación militar montada para liberar a los rehenes causaron una verdadera conmoción nacional y socavaron los cimientos del imperio y de la petropolítica.

Carter insiste en presentar al senador Edward Kennedy, fallecido en 2009, como el villano de la farsa por haber literalmente echado a pique su proyecto estrella de reforma del sistema sanitario (1978). Ya había aireado el agravio en una entrevista televisada con la CBS: “Lo cierto es que ya tendríamos un completo servicio de salud si Ted Kennedy no hubiera deliberadamente bloqueado la legislación que yo propuse.” Añadió que el menor de los Kennedy no deseaba que él pudiera apuntarse un éxito que amenazaba sus aspiraciones. En el libro, el ex presidente es incluso más contundente: “Kennedy prosiguió con su actitud irresponsable y abusiva, condenando inmediatamente nuestro proyecto sanitario.”

La introducción de un servicio nacional de salud fue uno de los objetivos más ambiciosos y queridos, aunque fallido, de los hermanos Kennedy. Además, el benjamín compitió con Carter para la designación del candidato demócrata en las elecciones de 1980. La pugna fratricida dividió a los congresistas y no se resolvió, tras una enconada pugna, hasta la convención del partido, luego de haber contribuido decisivamente a deteriorar la imagen presidencial. El analista Craig Crawford es terminante: “Estoy persuadido de que los liberales demócratas que abandonaron a Carter [para pasarse a Kennedy] ayudaron a hacer posible la presidencia de Ronald Reagan.”

No me parece ocioso recordar que las ambiciones presidenciales de Ted Kennedy siempre se vieron frustradas por la antipatía que suscitaba en un sector del Partido Demócrata y por el accidente del automóvil que conducía en la isla de Chappaquiddick, en la costa este, el 18 de julio de 1969, en el que resultó muerta su acompañante y secretaria Mary Jo Kopechne, especialista en campañas electorales, que ya había trabajado para su hermano Robert. Ted Kennedy huyó de la escena del accidente sin dar cuenta a las autoridades hasta el día siguiente, luego de que la policía hubiera descubierto el coche siniestrado y el cadáver de Kopechne.

Carter logró los acuerdos de Camp David en 1978, que entrañaron la devolución del Sinaí a Egipto y la firma de un tratado de paz egipcio-israelí. Desde entonces aboga con ahínco por la solución de los dos Estados y critica sin contemplaciones la política militar israelí, especialmente la mortífera incursión en Gaza (diciembre de 2008-enero de 2009). En el libro que acaba de publicar censura tanto a Clinton como a Obama por no haber logrado que Israel devuelva Cisjordania a los palestinos. Vitupera a ambos correligionarios por mostrarse muy complacientes con el proceso de colonización israelí, a pesar de que contraviene todas las leyes internacionales y se ha convertido en el mayor obstáculo para la coexistencia pacífica.

Carter se apuntó otros éxitos diplomáticos: el tratado para devolver el canal de Panamá a la soberanía panameña, el acuerdo para limitar las armas estratégicas con la URSS (SALT) y el establecimiento de relaciones diplomáticas con China, pero que suscitaron recelos entre los republicanos y no impresionaron a la opinión pública. Asegura en el libro que, en vez de proseguir el impulso de Camp David, Clinton permitió, durante sus ocho años en la Casa Blanca (1993-2001), que las colonias judías crecieran muy rápidamente en Cisjordania, lo que sin duda contribuyó al fracaso final de las negociaciones entre Arafat y el primer ministro israelí, el laborista Ehud Barak (Camp David, agosto de 2000), y la llegada al poder del general Ariel Sharon en Israel.

Carter, en fin, reprocha a Obama la aparente marcha atrás en sus posiciones de principio. Tras el discurso de El Cairo (4 de junio de 2009), en el que tendió la mano a los musulmanes, el actual presidente exigió al primer ministro israelí, aunque por medio del vicepresidente John Biden, que pusiera fin al expansionismo en Cisjordania y en los sectores árabes de Jerusalén, como paso previo para ensayar la solución de los dos Estados según el paradigma de paz por territorios. Las relaciones entre Obama y los judíos de Israel y de EE UU se tensaron hasta extremos muy arriesgados para ambas partes. Ahora, a juzgar por los cabildeos y las palmadas balsámicas de la secretaria de Estado, Hillary Clinton, la opinión más divulgada sostiene que Obama ha abandonado o mitigado sus iniciales planteamientos. Y así lo lamenta también el ex presidente Carter.

Al ajustar cuentas con Ted Kennedy, Clinton y Obama, el ex presidente pacifista y promotor del diálogo y la negociación, premio Nobel de la Paz de 2002, no aporta grandes novedades, ni parece equitativo que trate de cargar sobre las espaldas de otros los motivos de su aparatosa caída o los fracasos continuados de la diplomacia en el endémico conflicto de Palestina. Si Kennedy fue el enemigo interior, no cabe ninguna duda de que la humillación sufrida por EE UU en Irán tuvo unos efectos demoledores, en plena campaña electoral de 1980, cuando nadie pensaba aún en el hundimiento de la URSS que se precipitó en menos de un decenio.

Tampoco debemos olvidar la ruptura de la coalición progresista forjada por Roosevelt, los méritos de Reagan y su capacidad de comunicación con una sociedad cada día más conservadora y más recelosa del intervencionismo federal, del llamado Big Government. La derrota de Carter en 1980 fue un acontecimiento multicausal en el que los electores castigaron un desempeño mediocre y un constante deterioro del carisma presidencial y de la posición internacional de la superpotencia.


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