Posteado por: M | 15 febrero 2011

Historia y actualidad de los Hermanos Musulmanes

La crisis de régimen en Egipto sitúa los focos de la actualidad sobre los Hermanos Musulmanes o Hermandad Musulmana (al-ljwan al-Muslimun), la más antigua organización islamista del mundo, fundada en 1928, tributaria y partera del islam político, que se presenta, junto con las Fuerzas Armadas, como uno de los principales actores del proceso de cambio en curso. Luego de la caída de Ben Alí en Túnez, la dimisión forzada de Mubarak y la toma del poder por los generales en Egipto, el objetivo declarado en ambos países es la transición hacia un régimen democrático, pero subsisten dudas razonables sobre el carácter del poder que emergerá después de tantos días de agitación y tumulto. Aunque los militares egipcios lograran dominar la situación sin fracturarse ni recurrir a la violencia, las legiones islamistas, las mejor organizadas en el campo civil, podrían imponerse como alternativa del caos o, al menos, desempeñar un papel relevante.

La Hermandad Musulmana acumula una historia de activismo teórico, guerra santa, magnicidios y represión implacable, y goza de gran reputación en el universo musulmán como la más influyente de las organizaciones islamistas, con sucursales en numerosos países. Fundada en 1928 por Hasan al-Banna (1906-1949), un maestro de escuela de rigurosa formación religiosa, preconizó tanto el combate anticolonial contra Gran Bretaña como la recuperación de los valores islámicos y la promoción de la sharia o ley coránica, en una atmósfera hasta entonces dominada por los partidos nacionalistas, de orientación laica, que patrocinaban  la modernización, según la senda marcada por Turquía tras la abolición por Mustafá Kemal (Ataturk) del califato otomano (1924), que simbolizaba la unidad de los creyentes y representaba al islam en la escena internacional.

El mundo intelectual musulmán se agitó precisamente con la humillación de Turquía tras la derrota militar de 1918 y la caída del califato, la única institución que simbolizaba la unidad político-religiosa de la comunidad islámica. El hundimiento del antiguo régimen y el triunfo del kemalismo –república, modernización, laicismo y asunción de los valores occidentales— desencadenó una crisis de la conciencia cultural y religiosa de la que surgió el afán por hacer un balance crítico, debatir exhaustivamente sobre el califato y crear un nuevo modelo de orden islámico. En medio de esa convulsión debe situarse la predicación fundamentalista de Hasan al-Banna.

Hasan al Banna

 

Primer movimiento fundamentalista

La Hermandad Musulmana pretendió teñir de religiosidad el despertar del nacionalismo árabe en el período de entreguerras. Fue el primer movimiento fundamentalista de masas, populista pero de un pétreo conservadurismo social, cuyos líderes estaban alarmados por los estragos secularizadores entre los alfabetizados y persuadidos de que el islam y la política eran inseparables, de que “el islam es la solución” de todos los problemas y “la guerra santa (yihad) nuestro camino”. En consonancia con el sentir de la época, inscribieron la justicia social en su programa, como uno de los objetivos prioritarios, lo que les llevó a promover hospitales, escuelas, clubes deportivos y centros de asistencia.

En cuanto al Estado islámico por el que abogaba la Hermandad, desde el Machrek al Magreb, tendría como misión histórica el hallazgo de una respuesta global que sirviera tanto para afianzar la fe como para superar el desfase crónico, económico, político y militar, entre el mundo musulmán y Occidente. Según pensaba al-Banna, con los preceptos del islam podían resolverse todos los problemas y “cualquier innovación desprovista de fundamento religioso es un extravío que debe ser combatido y erradicado por todos los medios.”

Luego de que los comandos de la Hermandad Musulmana atacaran intereses británicos y judíos y urdieran un complot que desembocó en el asesinato del primer ministro egipcio, Mahmud al-Nuqrashi, en 1948, al-Banna fue liquidado a tiros por la policía política, que le tendió una trampa con el señuelo de una cita con un emisario gubernamental. Éste no se presentó a la hora convenida y el líder integrista y su acompañante fueron acribillados a balazos cuando iban a tomar un taxi, el 12 de febrero de 1949, en El Cairo, a plena luz del día.

Paralelamente, el gobierno egipcio, sin duda presionado por los militares británicos, que mantenían una gran influencia sobre el rey Faruk y una importante guarnición para custodiar el canal de Suez, decretó la primera proscripción del grupo islamista, cuya rama paramilitar, llamada “el organismo secreto”, había cometido los primeros  atentados terroristas en nombre del renacimiento de la fe islámica. La Hermandad Musulmana contaba a la sazón con dos millones de seguidores, según diversas fuentes periodísticas de la época de difícil confirmación.

Tras el asesinato del fundador, tomó el relevo intelectual Sayyid Qutb (Sayed Qotb) (1906-1966), también maestro de escuela, teólogo y reputado comentarista del Corán, que sentó las bases ideológicas de la utilización de la lucha armada (yihad) contra cualquier régimen político que no obedeciera con el debido celo la ley coránica. En su obra Hitos (1964), Qutb defendió la organización del islamismo como fuerza política –“el Corán es nuestra Constitución”–, excomulgó a los regímenes árabes contemporáneos, a los que consideraba incursos en apostasía, y propugnó la implantación de la sharia y del Estado islámico (el califato), por la fuerza de las armas si fuera necesario.

Más radical que el fundador, Qutb predicó una especie de teología de la guerra santa. Partidario de una ruptura total con el orden establecido, pretendía abatir sin vacilación a los dirigentes árabes impíos, remedando la actividad del profeta Mahoma cuando había destruido la barbarie preislámica para asentar su obra y proseguir la predicación. En su opinión, la yihad era “un esfuerzo colectivo” para la defensa y el progreso del islam. La salvación de los creyentes radicaba en una utopía al revés, en el retorno a un pasado tan esplendoroso como mítico, la alianza indestructible de la mezquita y el poder político. En otras palabras: el proyecto socialmente reaccionario se vestía ideológicamente con justificaciones religiosas. El pensamiento de Qutb tuvo gran influencia en otros grupos islamistas posteriores como la Yihad Islámica y Al Qaeda.

Sayyid Qutb

 

Frente a Naser y en la clandestinidad

Los Hermanos Musulmanes respaldaron desde su gestación el golpe de Estado militar de 1952 que abolió a la monarquía de Faruk, a la que consideraban un régimen corrompido, entregado a los británicos y antiislámico; pero, apenas dos años después, Naser (1918-1970) y sus compañeros, nacionalistas y laicos, cuyo principal referente era Ataturk, imprimieron un giro revolucionario y dictatorial al régimen, denunciaron el tratado con Gran Bretaña sobre el canal de Suez y destituyeron al presidente de la recién instalada República, general Mohamed Neguib, acusado de concentrar todos los poderes.

El Cairo vivió entonces unas jornadas de revuelta popular que guardan alguna similitud con las que estallaron el 25 de enero de 2011. Según periódicos de la época, más de un millón de cairotas prácticamente sitiaron a Naser y sus principales colaboradores en el palacio Abdin (28 de febrero de 1954), colocando a éstos en una situación comprometida que les obligó a prometer reformas sociales y la celebración de elecciones libres. Pero en vez de cumplir las promesas, destruyeron lo poco que quedaba del régimen semidemocrático y prohibieron los partidos políticos, incluida la Hermandad Musulmana. Así se instaló con alevosía una dictadura militar que iba a perpetuarse durante más de 60 años.

Una represión implacable se abatió sobre los opositores. El mismo año, una supuesta conjura para asesinar a Naser fue atribuida a la Hermandad Musulmana, cuyos bienes fueron confiscados y sus sedes clausuradas. Los principales dirigentes se convirtieron en presos políticos o tuvieron que huir de Egipto para establecerse en Damasco. El primer mártir de la protodemocracia egipcia fue el jefe de la revuelta civil, Abdel Qadir Audeh, que fue detenido por la policía militar, torturado y ejecutado junto con otros cabecillas de la protesta, en enero de 1955. El viento del socialismo árabe empezó a soplar en el valle del Nilo.

La naciente dictadura de Naser, proclamado presidente de la República en junio de 1956, persiguió con saña a los proscritos Hermanos Musulmanes, en nombre de un panarabismo nacionalista y socialista en ascenso imparable. “¿Cómo se puede gobernar sólo con el Corán?”, se preguntaba sarcásticamente el rais ante sus admiradores extranjeros. En una época en que el régimen egipcio optaba por el neutralismo, nacionalizaba el canal de Suez (1956) y establecía buenas relaciones con Nikita Jruschov, que se adelantó a los norteamericanos para financiar el sueño faraónico de la presa de Asuán, los integristas insistieron en su doble rechazo del materialismo occidental y el ateísmo marxista.

Tras el descubrimiento de otra conspiración para asesinar a Naser, en agosto de 1965, los Hermanos Musulmanes reaparecieron en el panorama político como chivo expiatorio, hostigados por la policía y denigrados por la prensa. Cuando regresó a Egipto tras una estancia de estudio en EE UU, Qutb fue detenido, juzgado, condenado a muerte por traición y ejecutado en la horca el 29 de agosto de 1966. Un  nuevo mártir de la causa fundamentalista.

Fue un período de evidente retroceso para el islamismo, que se refugió en la clandestinidad. En primer lugar, porque el naserismo se justificaba con la prometida liberación de las masas árabes y empleaba el único discurso a la altura de las circunstancias, el cual entrañaba, por supuesto, el firme rechazo del fatalismo histórico en que parecían incurrir los islamistas con el culto paralizante de un pasado glorioso. El proyecto socialista estaba presente con mayor o menor énfasis en la mayoría de los movimientos que llevaron a los pueblos a sacudirse el yugo colonial y Naser se presentaba como el mejor intérprete de ese torrente de fuerza política que combinaba el pensamiento con la acción.

En medio de los furores de la guerra fría, la retórica nacionalista y tercermundista que atronaba los altavoces de El Cairo concitó simpatías y seguidores en todos los países del Próximo Oriente y convirtió al rais egipcio en una figura carismática y subyugante para la nación árabe en vías de unificación y progreso. “El mito naseriano alimentará el fervor de toda una generación”, escribió Alí Merad en su magnífica síntesis sobre El islam contemporáneo (París, 1984).

Las promesas, sin embargo, resultaron baldías y enconaron la frustración. El entusiasmo político resultó muy efímero y la situación económica quedó estancada.  Fue el fin de la fiesta de la descolonización. La etiología del mal es muy compleja. De una parte, el nacionalismo liberal ilustrado y laico, que promovió la independencia, asumiendo los valores occidentales, e inició el desarrollo económico capitalista, siguiendo la vía trazada por Ataturk, fue secuestrado por unas minorías al servicio de Occidente en el escenario conflictivo de la guerra fría y la bulimia petrolera; de otra, el panarabismo socialista, principal componente ideológico del naserismo, desembocó en una dictadura que muy pronto mostró su fragilidad militar y política. Existe un consenso muy amplio según el cual “los fracasos del panarabismo explican, en muchos aspectos, el ascenso del islamismo”, como escribió Paul Balta en su epítome de L´islam dans le monde (París, 1986).

Oportunidad tras la derrota del nacionalismo árabe

La más dura prueba se produjo con la derrota de los ejércitos de Egipto, Siria y Jordania ante Israel, en la guerra de los seis días de junio de 1967, que reveló dramáticamente el atraso de los países árabes y hasta qué punto el naserismo y la dictadura militar tenían los pies de barro. El fracaso bélico, al provocar una nueva oleada de refugiados palestinos, creó condiciones propicias para que los movimientos islamistas trataran de llenar el vacío político y aliviar el terrible desengaño. Naser presentó la dimisión, abrumado por la derrota, pero se mantuvo en el poder tras organizar un plebiscito callejero, la mayor manifestación jamás vista en El Cairo (9 de junio de 1967).

No obstante, la estrella de Naser comenzó a declinar y su régimen entró en una crisis irreversible con la desintegración de la República Árabe Unida (RAU), el proyecto malogrado de crear una unión federal entre Egipto y Siria, abierta a los demás países de la región. El panarabismo no pudo impedir las luchas intestinas entre los árabes ni los combates entre éstos y otras comunidades étnicas o religiosas en Irak, Irán, Líbano y Sudán. El islamismo tomó el testigo en un territorio devastado y con unas masas desencantadas. Y de nuevo se echó mano de la religión. Una cumbre celebrada en Rabat (septiembre de 1969) fundó la Organización de la Conferencia Islámica (OCI), cuya sede y organismos principales se establecieron en Yeda (Arabia Saudí), epicentro del integrismo y del dinero para financiarlo.

La muerte de Naser (1970), personalidad carismática y héroe nacional, acentuó la proclividad hacia el islamismo de los sectores sociales más golpeados por la crisis. Sus sucesores, tanto Anuar el Sadat como Hosni Mubarak, hicieron considerables esfuerzos para ganarse, cuando menos, la neutralidad de los islamistas, que se habían granjeado la tolerancia del régimen. Sadat permitió que regresaran a Egipto los dirigentes de la Hermandad Musulmana que estaban desterrados e introdujo reformas legislativas de hondo calado islamista.

En 1978, la enseñanza de la religión se hizo obligatoria en las escuelas y, mediante referéndum, se  aprobó la proscripción de los ateos y liprensadores, a los que se privó del derecho de ocupar cualquier cargo en el sector público. En mayo de 1980, otro referéndum estableció que la sharia era la principal fuente del derecho. El artículo 2 de la Constitución ordenó: “El islam es la religión del Estado y los principios de la sharia islámica son la principal fuente del derecho.”

Una de las primeras consecuencias del resurgir islamista y de su creciente respetabilidad social fue la discriminación y hostigamiento sufridos por los coptos, la minoría cristiana más numerosa en el mundo árabe, cuya mera existencia plantea algunos problemas relacionados con la conversión en uno y otro sentido. No prosperó, sin embargo, la bárbara propuesta de los integristas de castigar con la pena de muerte a los apóstatas. El patriarca de la iglesia copta siempre mantuvo buenas relaciones con el poder militar.

El rigorismo religioso y político tomó el relevo de la predicación anticolonial contra Occidente. Los imanes de desgañitaban en los años 70 y 80 contra “el peligro representado por los comunistas, los judíos y los cristianos”, y con el mismo ardor exhortaban a preservar las buenas costumbres y la moral tradicional, contra “los impíos que engañan a su mujer con una amante en vez de tomar una segunda esposa legal”. En medio de la estupefacción general, el imán de la mezquita y universidad Al Azhar de El Cairo, el jeque Abdel Halim Mahmud, que había estudiado en la Sorbona,  declaró en 1976: “El robo desaparecerá por completo si se corta la mano del ladrón”, según el dictado de la sharia. La famosa universidad cairota fundada en el siglo X se convirtió en un centro de irradiación del fundamentalismo.

Según el arabista Gilles Kepel, “la era islamista se inició realmente después de la guerra árabe-israelí de octubre de 1973, con la victoria de Arabia Saudí y los demás Estados exportadores de petróleo, cuyo precio dio un salto de unas proporciones inusitadas”. Pero el tradicionalismo musulmán se vio sacudido, ante todo, por la revolución de los ayatolás y la instauración en Irán de una República teocrática (1979-1980). En la misma línea que los Hermanos Musulmanes, el ayatolá Jomeini añadió al credo religioso un mensaje político: la entrega del poder a las masas desheredadas y un antiimperialismo militante contra el Gran Satán (EE UU).

La prédica revolucionaria y religiosa cayó sobre un terreno abonado, tanto por la inveterada ambigüedad coránica, que no distingue entre el poder temporal y el espiritual, cuanto por la crisis social que padecían los países musulmanes. Como señaló Maxime Rodinson: “El islamismo aspira a resolver por medio de la religión todos los problemas políticos y sociales y a restaurar simultáneamente la integridad de los dogmas.” Pero la verdad es que el discurso moral igualitario y anticapitalista fue suplantado por la caridad y no sirvió para mejorar el nivel de vida de unas sociedades atrasadas.

El integrismo no logró hacer creíble un contraproyecto de modernización estrechamente vinculado con la ley coránica. Las contradicciones se agudizaron entre la euforia engañosa de los discursos y la dura realidad del subdesarrollo, la dictadura y el fanatismo. En el mundo árabe-musulmán, a juzgar por la experiencia histórica, la democracia liberal no encontraba su carta de naturaleza ni su justificación, sofocada por una teología que recusa el pluralismo. Y en medio de la desesperación y la incuria, el recurso del terrorismo parecía inevitable.

Bajo la tolerancia de Mubarak

Considerado un impío y expulsado de la Liga Árabe por haber firmado un tratado de paz con Israel (1979), el presidente Sadat fue asesinado por unos oficiales del ejército seducidos por la violencia en nombre de la fe islámica, el 6 de octubre de 1981, durante el desfile conmemorativo de la guerra de 1973 contra Israel, cuando las tropas egipcias lograron pasar el canal de Suez para adentrarse en la península del Sinaí ocupada por los israelíes. Le sucedió en la presidencia el que era vicepresidente, el general del ejército del aire Hosni Mubarak.

Decreció el nivel de la persecución y algunos favores oficiales a la Hermandad Musulmana, ilegal pero tolerada, sirvieron para que Mubarak pudiera exhibir sus credenciales islámicas ante la opinión interna y en los foros regionales sin quebrantar la hegemonía militar. Pero no pudo evitar que los islamistas más radicales prepararan algunos atentados contra él, dentro y fuera de Egipto.

La exportación del islamismo irradiado desde Egipto alcanzó uno de sus más sonados éxitos con la creación del Movimiento de la Resistencia Islámica (Hamás), en diciembre de 1987, con Ahmed Yasin (luego asesinado por los israelíes) como líder espiritual, y el comienzo de su actuación en los territorios palestinos, coincidiendo con la primera intifada contra la ocupación israelí. Hamás, sucursal de la Hermandad Musulmana, controla la franja de Gaza desde 2006 y está considerada una organización terrorista por Israel, EE UU y la Unión Europea. Mayor repercusión internacional tuvo el que uno de los Hermanos Musulmanes, Ayman al-Zawahiri, se convirtiera en el inspirador teórico y lugarteniente de Osama bin Laden.

Durante la presidencia de Mubarak, los islamistas trataron de incorporarse a la vida política en los estrechos cauces señalados por el régimen, mediante alianzas con  el viejo partido Wafd, en 1984, y con los pequeños partidos laborista y liberal en 1987, hasta convertirse en la principal y más dinámica fuerza de la oposición, muy presente en el tejido social mediante sus escuelas, sus bancos, sus hospitales y su red de asistencia de los más necesitados, que son la inmensa mayoría. En las elecciones parlamentarias de 2000, y a pesar de las restricciones y fraudes, la Hermandad logró entrar en la Asamblea Nacional con 17 diputados.

Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 perpetrados por Al Qaeda en Nueva York y Washington, algunos miembros destacados de la Hermandad Musulmana renunciaron públicamente a la violencia e insistieron en seguir la vía pacífica y pragmática para hacerse con el poder, por lo que recibieron, entre otras críticas de los más radicales, la condena rotunda de su compatriota Ayman al-Zawahiri, lanzada desde las montañas afganas.

En las elecciones parlamentarias de 2005, pese a las cortapisas del poder, los islamistas dieron la sorpresa al hacerse con el 20 % de los votos y 88 escaños en la Asamblea Nacional, por lo que el régimen esgrimió de nuevo el palo de la represión, al mismo tiempo que impulsaba reformas legales para contrarrestar su creciente influencia. La Constitución fue revisada para prohibir cualquier partido con base religiosa (marzo de 2007) y se impusieron nuevos y más rígidos controles para impedir las manifestaciones públicas.

En su Middle East Report de 2006, los analistas Samer Shehata y Joshua Stacher dictaminaron que el grupo islamista egipcio había adoptado “una estrategia de participación política”, y Robert S. Leiken y Steven Brooke, en un artículo publicado en la revista Foreign Affairs (2007), añadieron que “los Hermanos Musulmanes siguen la senda de la tolerancia y consideran que la democracia puede ser compatible con su noción de islamización lenta”, pero también hicieron notar las dudas persistentes sobre si su adhesión a la democracia liberal “es meramente táctica y transitoria, un compromiso oportunista” por razones electorales.

Desde que comenzaron las manifestaciones contra el régimen de Mubarak, el 25 de enero de 2011, los Hermanos Musulmanes adoptaron una actitud sumamente cautelosa, sin duda para no servir de pretexto para la represión, y luego se situaron precavidamente detrás del premio Nobel Mohamed elBaradei para exigir la dimisión del presidente. Los guías espirituales (existe una Oficina de la Dirección Espiritual) manifestaron reiteradamente que las protestas no estaban promovidas por ellos, sino por “un movimiento estrictamente espontáneo y popular”. También asistieron a la reunión sin precedentes del vicepresidente Omar Suleiman con los partidos de la oposición.

Controversia sobre el programa político

La controversia persiste sobre la fuerza real, las intenciones, la concepción de la democracia y el objetivo final de la acción política de la Hermandad Musulmana. Lo único claro es que pretende reislamizar la sociedad, de manera gradual y pacífica, aunque no aclara cómo va a conseguirlo, y que la democracia de tipo occidental es un método válido para alcanzar el poder, pero que sus principios son inaceptables si incluyen el laicismo, es decir, la no presencia del islam en el espacio público. Según Jayshree Bajoria, analista del Council of Foreign Relations de EE UU, el partido islámico cuenta actualmente con  unos 300.000 adherentes, muy por encima de cualquier otra organización opositora.

El último programa político conocido de los Hermanos Musulmanes data de 2007 y en él se precisa que un Consejo de Religiosos, llegado el caso, debería sancionar toda la legislación aprobada por las instituciones del poder civil, algo similar a lo que ocurre en Irán con la suprema autoridad religiosa del Consejo y el Guía de la Revolución, Alí Jamenei, en la cúspide de la teocracia. El mismo programa propugnaba que las mujeres y los cristianos no podrían aspirar a los cargos de presidente de la República y primer ministro.

La aplicación de la sharia y el respeto de los derechos humanos aparecen envueltos en una retórica confusa y deliberadamente ambigua, pero siempre en un contexto presidido por la idea de que “el islam es la solución”. Uno de los líderes espirituales de la Hermandad Musulmana, Isam al-Aryan, declaró a la BBC durante la revuelta: “Deseamos un Estado civil, pero basado en los principios islámicos”, una obvia contradicción. Conviene recordar que el artículo 2 de la Constitución egipcia dispone: “El islam es la religión del Estado y los principios de la ley coránica (sharia) son la principal fuente del derecho.”

Y un dato fundamental que ignoramos: la influencia del integrismo religioso en las Fuerzas Armadas que van a dirigir el proceso de transición democrática. El asesinato del presidente Sadat por oficiales islamistas durante un desfile en 1981 nos recuerda que los uniformados comparten con frecuencia las frustraciones y los anhelos de la población civil que encuentra consuelo en las mezquitas.

Los defensores de un islamismo moderado perfectamente compatible con la democracia, como el profesor británico Tariq Ramadan, nieto de Hasan al-Banna, insisten en que la Hermandad Musulmana es una organización pluralista, dividida, al parecer, “entre los literalistas [partidarios de una exégesis literal del Corán] y los seguidores de la vía turca”, como la del Partido de la Justicia y el Desarrollo (PJD) del primer ministro de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, que trata de reislamizar la sociedad de manera gradual, respetando los criterios democráticos, y que, como es obvio, suscita fuertes reticencias en los sectores secularizados (ejército, magistratura, burguesía urbana). Ramadan reconoce que “Turquía es el ejemplo en que deberíamos inspirarnos”. El recambio de Ataturk por Erdogan es el epítome tanto de la pérdida de influencia de Occidente y sus valores como del ascenso integrista.

Por su parte, el islamólogo francés Olivier Roy, en un artículo optimista y reciente en Le Monde, sostiene la hipótesis de que estamos asistiendo en Túnez y Egipto a “una revolución post-islamista”, lanzada por una generación joven y audaz, más pluralista, los que explicaría la discreción y el pragmatismo de los Hermanos Musulmanes durante la revuelta contra Mubarak. “Los más radicales –escribe— han abandonado la escena por la yihad internacional y no se encuentran allí [en Egipto], sino en el desierto con Al Qaeda en el Magreb islámico, en Pakistán o en los suburbios de Londres.”

La supuesta moderación del islamismo en Egipto no ahuyenta lógicamente el fantasma de la revolución iraní de 1979, que comenzó como un amplio movimiento popular contra el sah, al que se unieron el bazar, los estudiantes y los burgueses secularizados, pero que desembocó en una teocracia tiránica. “Las manifestaciones fueron iniciadas por los jóvenes egipcios, pero la Hermandad Musulmana aguarda en la sombra”, resumió los temores occidentales un editorialista del Financial Times. Tampoco puede olvidarse que los islamistas no eran muchos más en Argelia cuando ganaron las elecciones en diciembre de 1991 con casi el 50 % de los votos, preludio de la guerra civil.

Según las encuestas norteamericanas, no son más del 20 % los egipcios que confiesan sus simpatías por los Hermanos Musulmanes, pero éstos son, con mucha diferencia, los más numerosos y los mejor organizados de una oposición débil, dispersa y heterogénea. Su alianza circunstancial con Mohamed elBaradei, alto funcionario de la ONU poco sensible a las sugerencias de EE UU, como se comprobó en el asunto del programa nuclear de Irán, suscita en Washington aprensiones innumerables. Los islamistas tienen además la organización y los seguidores de los que ElBaradei carece.

En el orden geoestratégico, la mera influencia de la Hermandad Musulmana en el país árabe más poblado puede ser desestabilizadora, en la medida en que propugna abiertamente la revisión del statu quo. No sólo ataca ritualmente a Israel, sino que se opone al proceso de paz y promete celebrar un referéndum para abolir el tratado de paz egipcio-israelí de 1979, pilar insustituible de la diplomacia norteamericana-israelí. “Sería calamitoso para la seguridad de EE UU que los Hermanos Musulmanes llegaran al poder”, según la reflexión de Leslie Gelb, un prestigioso comentarista próximo de la Administración demócrata.

La conjunción de la democracia de tipo occidental con el islamismo militante es una experiencia inédita y problemática. La democracia en los países árabes es otra utopía por realizarse. La islamización rampante que el gobierno está ensayando en Turquía, cuyo resultado es tan polémico como impredecible, ya ha producido un evidente vuelco estratégico: la alianza tradicional con Israel hace tiempo que fue sustituida por una aproximación a las reclamaciones islamistas más radicales, como demostró el episodio de la flotilla humanitaria enviada a Gaza e interceptada por los israelíes (31 de mayo de 2010).

En el orden político y de la coexistencia internacional, las explosiones de ira sin dirección conocida y con objetivos nebulosos resultan inquietantes. El pensamiento y la teología islámicos se vuelven hacia el pasado, se reafirman en el espacio público y se concretan en un vago idealismo antioccidental y muchas veces antimodernista. Las revueltas parecen una respuesta encolerizada ante la situación de pobreza y marginación que viven las masas árabes, pero en el futro previsible se mezclan de manera explosiva las ansias de libertad con la disciplina islámica. ¿Y quién o quiénes liberarán al islam de su sopor intelectual? ¿Para cuándo una auténtica reforma del islam que garantice la libertad de conciencia y la autonomía del orden político con respecto de la religión?


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