Posteado por: M | 5 julio 2013

Los militares retoman el poder en Egipto

Con el golpe de Estado de los militares egipcios y la destitución del presidente Mohamed Morsi, el 3 de julio, la llamada primavera árabe expresa ruidosamente sus incongruencias y plantea de nuevo el dilema de la libertad o la teocracia en un país dominado socialmente por el islam integrista y político. El inquietante episodio que acabamos de vivir en directo, desde El Cairo, gracias al despliegue televisivo, confirma que las elecciones formalmente democráticas en los países árabes, gangrenados por el fundamentalismo religioso, el atraso y el analfabetismo, no garantizan la aparición súbita de un clima de libertad y tolerancia. La modernización política y económica deberá esperar algún tiempo. Tras un fin de semana de manifestaciones y cabildeos, los centuriones retoman el poder. 

mansur_ejercito

El ex-presidente Morsi escoltado por militares

Mi libro sobre Las revueltas árabes llevaba un subtítulo que me sirvió para resumir mi escepticismo y temor por el éxtasis de algunos europeos ante lo que ocurrió en los países árabes en los primeros meses de 2011: “El desafío de la democracia”, precisé. Un reto, una esperanza y no una realidad tangible. Muchos analistas confundieron la aflicción popular con el genuino espíritu democrático e identificaron a las víctimas de la pobreza o de la brutalidad policial con ardientes demócratas. La situación se repite dos años y medio después por lo que la cautela es de rigor al analizar tanto ese desbordamiento popular en la emblemática plaza Tahrir como la irrupción de las bayonetas y sus secuelas.

Entre unas exiguas fuerzas liberales inoperantes, unos heteróclitos revolucionarios callejeros, diestros en el manejo de las tecnologías comunicativas, y un presidente de la República actuando como correa de transmisión del programa islamista de los Hermanos Musulmanes, las Fuerzas Armadas se vieron forzadas por la ira popular, secundada por muchos de los votantes de Morsi hace un año, para presentarse en el confuso escenario y mantener la intimidación de los blindados, la hegemonía política y la llave de la estabilidad. El proceso revolucionario sigue abierto, bajo la égida castrense, mas requerirá tiempo y paciencia el encontrar una alternativa viable.

No hay democracia sin elecciones libres, honradas y competitivas, pero no es menos cierto que el sistema democrático va mucho más allá de la mera ceremonia de las urnas y el recuento limpio de los sufragios. El presidente Morsi, como mandatario de los Hermanos Musulmanes (el 25 % aproximadamente de la población total), y sus aliados salafistas, en vez de abordar los pavorosos problemas económicos y sociales del país, se dedicaron con especial ahínco a consolidar su monopolio del poder y extender el credo islámico más riguroso, en especial en el trato de las mujeres y la persecución del infiel, al mismo tiempo que marginaban a las minorías religiosas lo mismo que a los sectores secularizados de las principales urbes.

Un intelectual musulmán, Ed Husain, aunque temeroso de las repercusiones de la intervención militar, escribió en el New York Times: “El hecho de que el islamismo haya sido claramente rechazado por los musulmanes árabes ordinarios es una buena noticia.” Pero el rechazo en las calles de los islamistas no resuelve lógicamente los acuciantes problemas de la sociedad, de su modernización y su progreso. Los militares de ahora no tienen un objetivo tan claro y contundente como el que Naser y los Oficiales Libres proclamaron en 1952: nacionalismo y desarrollo. No debe olvidarse que el fiasco de ese proyecto modernizador, progresista y laico, desgastado por la corrupción, las guerras contra Israel y la coexistencia pacífica, abrió las puertas para la resurrección del islam político.

Aunque la situación es muy fluida y el desenlace altamente problemático, resulta evidente el fracaso de los Hermanos Musulmanes y de su peón, el presidente Morsi, para levantar un nuevo sistema político más decente, eficaz y respetuoso de los derechos humanos sobre las ruinas de la dictadura militar de Mubarak. El integrismo coránico y la voluntad apremiante de reislamizar el país prevalecieron sobre las urgencias sociales, el respeto de la diversidad y las genéricas demandas revolucionarias de “libertad, justicia y dignidad.” Tras la promulgación apresurada de una Constitución islamista, en diciembre de 2012, el fanatismo no sólo se dirigió contra los cristianos coptos, tradicionales chivos expiatorios, sino también contra la minoría chií, como un reflejo de la implacable guerra civil que ambas ramas del islam libran en Siria, Iraq y otros países árabes.

En un acto de sectarismo sin precedentes, un numeroso grupo de musulmanes suníes asaltó y saqueó una casa en un suburbio de El Cairo donde unas 30 personas estaban celebrando una fiesta religiosa chií durante el fin de semana del 23 de mayo. Cuatro de los reunidos resultaron muertos, entre ellos, el destacado clérigo chií Hassan Shehata. La dictadura militar, debido en parte a su crueldad, había logrado impedir que el pernicioso sectarismo sacudiera y se apoderara de la sociedad egipcia, pero la llegada al poder de los Hermanos Musulmanes y su partido islamista envalentonaron a los salafistas que defiende la aplicación rigurosa de la ley coránica, en la misma medida en que amenazan a otras minorías musulmanas y, sobre todo, a los cristianos coptos.

Entre la intendencia y el espíritu

No está claro si la caída de Morsi se debe al huevo de la intendencia, de la calamitosa situación económica, o al fuero de una precipitada islamización en todos los ámbitos de la vida pública. En el último año, los ingresos del Estado disminuyeron drásticamente al mismo tiempo que se disparaban los gastos, debido principalmente a los aumentos de los subsidios y los salarios decretados por el gobierno para detener la espiral de la escasez y la agitación social. El desequilibrio presupuestario y aumento de la inflación castigaron duramente a todas las familias, y como Egipto importa el 70 % de los alimentos y el combustible, el vertiginoso aumento de los precios disparó el mercado negro y causó la ruina de muchas familias, además de poner en marcha una incesante fuga de capitales hacia plazas menos inhóspitas.

Algunos egipcios bien informados apuntan, por el contrario, en la dirección del fuero, de los factores espirituales y culturales, y denuncian la parcialidad ideológica de los Hermanos Musulmanes. Así, el escritor Wael Nawara, remedando las palabras de Clinton, escribió en Al-Monitor (versión inglesa) el 2 de julio: “No se trata de la economía, estúpido. No se trata de los precios de la gasolina, ni de los cortes de corriente eléctrica, el deterioro de la economía o el aumento exorbitante de los precios. Los periódicos occidentales rara vez mencionan el asalto de los Hermanos Musulmanes contra la identidad, la cultura y el modo de vida de los egipcios como causa de las protestas.”

Como se deduce de las palabras de este escritor, muchos egipcios han sido sensibles a las exigencias del espíritu y han recusado con energía el intento de los islamistas por infiltrarse en todos los estratos sociales para imponer su programa de rigor y obediencia al poder político-religioso, un programa que culminaría con la restauración del califato. “Muchos factores emocionales –prosigue Nawara— contribuyeron a propiciar que los egipcios sean muy sensibles a la amenaza dirigida contra la supervivencia de Egipto como nación.” El liberal Mohamed ElBaradei recurrió a la metáfora para describir la situación, en un artículo en Foreign Policy: “La misma manera de pensar que en la era de Mubarak, pero con una guinda religiosa en el pastel.”

La ocupación por los artistas del ministerio de Cultura, en El Cairo, en protesta por la islamización galopante y la represión, según los dictados de la Hermandad Musulmana, resultó ser un síntoma inequívoco del avance impetuoso de la dictadura teocrática en una sociedad mucho más heterogénea y tolerante de lo que pudiera dar a entender la abrumadora mayoría suní. Los cantantes, bailarines y empleados del Teatro de la Ópera, tras la destitución de su director, protestaron ruidosamente “como parte de la lucha de los egipcios contra la colonización de la Hermandad Musulmana”, a la que consideran una organización internacional del islam político más que propiamente egipcia, con presencia en todos los países del norte de África y el Próximo Oriente.

“Turquía a orillas del Nilo”, tituló su análisis un colaborador del diario israelí Haaretz. La perspectiva de una teocracia según el modelo de Irán parece descartada, por el momento. Pero no está nada claro si proseguirá el proceso revolucionario y si finalmente el eventual sistema democrático podrá ser controlado por los islamistas, en el estilo del primer ministro turco, Recep Tayyik Erdogan, o quedará sometido a la tutela o los golpes de los militares, como sucedió en Turquía desde la revolución de Ataturk (1923) hasta la llegada de los islamistas al poder (2003). En todo caso, la restauración del califato no es para mañana, teniendo en cuenta los despropósitos reiterados de los Hermanos Musulmanes en la tarea de establecer un régimen duradero compatible con las periódicas elecciones democráticas.

En cualquier caso, la frustración generada por el gobierno de la Hermandad Musulmana y de su escaparate parlamentario, el Partido de la Libertad y la Justicia, plantea algunos interrogantes sobre el futuro del islam político. El presidente Morsi y los islamistas egipcios probablemente confundieron el sentido de la revuelta contra la dictadura de Mubarak, equivocaron el diagnóstico y trataron de secuestrar por todos los medios el proceso político revolucionario. Pero muy pronto se hizo evidente que la dictadura religiosa era tan insoportable como la de Mubarak, y se produjo un nuevo estallido de cólera popular.

El conflicto histórico entre militares e islamistas

A juzgar por sus primeras declaraciones, todo parece sugerir que los militares pretenden gobernar por personas interpuestas, evitar el caos y proceder a otro ensayo democrático de incierto resultado. En la noche del 3 de julio, el comandante supremo y ministro de Defensa, el general Abdel Fatah al-Sisi, que estaba flanqueado por los jefes de los tres ejércitos, leyó una declaración ante las cámaras de TV para anunciar la destitución de Morsi, la suspensión de la Constitución y el nombramiento como presidente interino de Adli Mansour, presidente del Tribunal Constitucional, encargado de organizar nuevas elecciones presidenciales y legislativas en una fecha indeterminada. También estaban en la ceremonia castrense el jeque de la mezquita Al-Azhar, máxima autoridad religiosa musulmana, y el papa de la Iglesia cristiana copta.

mansur

Adli Mansour, en el centro

La mezcla inextricable de la religión con el poder político separa a los militares de hoy de los que abolieron la monarquía y se hicieron con el poder en julio de 1952, el grupo de los Oficiales Libres capitaneados por Gamal Abdel Naser, que se proclamaban nacionalistas, neutralistas, socialistas y laicos, adalides de una modernización general que no ha avanzado mucho desde entonces. El mismo general al-Sisi es un devoto musulmán nombrado por Morsi para sustituir al todopoderoso mariscal Mohamed Tantaui. El fundador de los Hermanos Musulmanes, Sayyid Qutb, fue sentenciado a muerte y ahorcado en 1966 por haber criticado la dictadura pretoriana de Naser, y el sucesor de éste, el presidente Anuar el Sadat, fue asesinado durante un desfile por un grupo de militares cautivados por el integrismo islámico, en octubre de 1981.Más de 70 años de relaciones conflictivas del poder militar con los Hermanos Musulmanes, la organización creada en 1928.

Los generales retuvieron de manera continuada la jefatura del Estado, ocuparon los ministerios y dominaron por completo los resortes del Estado hasta la caída infamante de uno de los suyos, Hosni Mubarak, devenido dictador sin máscara, que se vio forzado a presentar la dimisión el 11 de febrero de 2011 luego de 15 días de protestas masivas en El Cairo y otros ciudades, en el marco de la versión autóctona de la llamada primavera árabe. Mubarak había llegado a un entendimiento tácito con los Hermanos Musulmanes, de manera que éstos, a través de organizaciones caritativas, sanitarias y educativas, pudieron conformar una sociedad paralela, cerrada, autónoma y endogámica, que se expresó en las urnas para dar a Morsi un precario triunfo.

La destitución de Morsi estaba decidida desde hace algún tiempo, pero los generales no tenían prisa ni entusiasmo por volver el escenario de la política de manera violenta. Cabe suponer que trataron de evitar o enmascarar el golpe militar por temor a que el presidente Barack Obama suspendiera la ayuda militar (1.500 millones de dólares), como exige la legislación norteamericana, y la entrega de nuevos pertrechos. También pesó en su ánimo la eventual pérdida de la ayuda económica que le prestan tradicional y solidariamente las monarquías del golfo Pérsico, especialmente Qatar y Arabia Saudí, en forma de subsidios o préstamos a muy bajo interés, hasta un total de 10.000 millones de dólares anuales.

Para evitar que se repitieran las críticas que le reprocharon su intervención en contra del aliado Mubarak, cuya caída precipitó en febrero de 2011 con una llamada telefónica, Obama se mantuvo neutral ante las manifestaciones del fin de semana. Habló por teléfono con  Morsi el 1 de julio, pero nada trascendió de la conversación. Durante su visita a Tanzania, el presidente recordó que su intervención de 2011 estuvo fundada en “el hecho de que Egipto no tenía entonces un régimen democrático” y, en consecuencia, hizo un llamamiento para el diálogo entre todas las partes implicadas en la crisis. Muchos analistas norteamericanos se inquietan por las eventuales consecuencia de la tácita aceptación por la Casa Blanca del golpe militar en El Cairo.

La denominada “transición democrática” ha embarrancado sin  remedio. Según parece colegirse del modelo revolucionario más extendido por todo el mundo, la reacción conservadora del termidor llegó con mayor celeridad de la esperada y el poder cayó en manos de una organización disciplinada y muy influyente, pero cuyos líderes siguen pensando, como hace 70 años, que “el islam es la solución”. Ya Naser, que desencadenó una brutal represión contra los Hermanos Musulmanes, lanzó la pregunta que sigue sin una respuesta pertinente: “¿Cómo es posible gobernar sólo con el Corán?” El presidente Morsi y sus acólitos son ahora las primeras víctimas de esa pretensión ilusoria de restablecer el califato e instaurar la sharia (la ley coránica) para modernizar el país y resolver tanto las gigantescas contradicciones como las flagrantes injusticias sociales.

Casi dos años y medio después de la caída del dictador Hosni Mubarak, millones de egipcios, descontentos del resultado de sus proezas políticas, salieron de nuevo a la calle, movilizados contra el presidente Mohamed Morsi, mandatario de la Hermandad Musulmana, el movimiento político y religioso que se hizo con las riendas del poder, pero que obviamente no ha sido capaz de organizar la convivencia bajo un nuevo régimen. La oposición apareció reunida en el Frente de Salvación Nacional (FSN), cuyo representante más visible es el diplomático Mohamed ElBaradei, sin el carisma y los apoyos imprescindibles para fraguar una alternativa al margen del dilema entre el despotismo militar y la dictadura teocrática.

Las expectativas de libertad y prosperidad generadas hace dos años por la revuelta contra el régimen de Mubarak, desde el epicentro de la plaza de Tahrir, no han resistido el sectarismo de los nuevos gobernantes, la guerra civil larvada que agita los estratos más profundos de las sociedades árabes, de inquietantes raíces religiosas, y la acuciante crisis económica. Los grandes males del país explican la amplitud de la protesta, que desde El Cairo y Alejandría se extendió como reguero de pólvora por todo el delta del Nilo y las ciudades del canal de Suez, alcanzando incluso a los sectores rurales más conservadores y religiosos.

Según los corresponsales extranjeros en Egipto, las manifestaciones por todo el país, el domingo 30 de junio, menos violentas de lo que se temía, superaron en número de asistentes a las que determinaron la dimisión de Mubarak y el cambio de régimen, desde el 25 de enero al 11 de febrero de 2011. Algunos periodistas locales creen que fueron las más multitudinarias de la historia del país. El Estado quedó virtualmente paralizado, con la policía en abierta rebelión, los militares acuartelados, muy patente la escasez de algunos productos básicos y unas colas interminables en las gasolineras. Las reservas de divisas parece que se han evaporado, los turistas huyen, los hoteles están vacíos, pese a los precios de saldo, y la plaza Tahrir volvió a convertirse en el santuario de la agitación y el cambio.

Una polarización extrema 

La polarización del país es extrema, la tensión muy fuerte y el apaciguamiento no será fácil. El Frente de Salvación Nacional (FSN), que agrupa a la atomizada oposición moderada, cuya figura más conocida es Mohamed Elbaradei, se subió al carro de la revuelta popular y acéfala, la denominada Tamarod (Rebelión en árabe).  Los radicales amenazaron con una campaña de desobediencia civil y publicaron el domingo un comunicado en el que podía leerse: “No hay otra alternativa que el abandono del poder por parte de la Hermandad Musulmana y su representante, Mohamed Morsi”.

Lo que comenzó como una revuelta audaz de unos centenares de revolucionarios de izquierda en abril pasado con el objetivo de recoger 15 millones de firmas –dos millones más que el número de votos obtenidos por Morsi en las elecciones presidenciales— para solicitar la renuncia o destitución del presidente ante el Tribunal Constitucional, desencadenó masivas manifestaciones de protesta en todo el país. La violencia sectaria alcanzó unos niveles insoportables tras los disturbios de abril de este año en la localidad de Josous, al norte de El Cairo, en los que un cristiano y un musulmán resultaron muertos.

El patriarca de la Iglesia copta, Tawadros II, en una decisión sin precedentes, pronunció unas duras palabras contre el presidente Morsi, al que advirtió hace dos meses de que “la sociedad egipcia se aproxima al colapso”. El patriarca de los coptos no católicos o monofisitas censuró el comportamiento de las fuerzas de seguridad y señaló que el lanzamiento de gases lacrimógenos dentro de la catedral de San Marcos “traspasaba todas las líneas rojas”. Esa catedral de El Cairo, dedicada al apóstol y evangelista que según la tradición introdujo el cristianismo en el país, es uno de las iglesias más antiguas del mundo.

El portavoz del grupo revolucionario anunció el 29 de junio que ya habían recogido 22 millones de firmas, cifra inverificable pero que sugiere hasta qué punto la protesta desbordó las expectativas de sus promotores, se extendió por todos los sectores sociales y alcanzó una repercusión popular sin precedentes. La agitación se remonta a noviembre de 2012, cuando el presidente Morsi se atribuyó por decreto poderes extraordinarios, y se recrudeció en el mes siguiente tras la promulgación de una nueva Constitución fuertemente islamista, un dictado de los Hermanos Musulmanes y sus aliados salafistas que fracturó a una sociedad mucho más compleja de lo que piensan los que predican que “en el islam está la solución”.

Las repercusiones regionales

 La protesta no puede reducirse a los nostálgicos del antiguo régimen, como pretendieron acreditar los islamistas. Las multitudes congregadas en la plaza de Tahrir, ahora para festejar el retorno de los militares, se nutren de las minorías religiosas –los chiíes y los cristianos coptos–, los sectores laicos de la clase media, los artistas, intelectuales y periodistas que padecieron los latigazos del sectarismo y los afligidos por la crisis económica, los millones de desheredados y ahora decepcionados por la llamada revolución de 2011. Muchos de éstos habían incluso votado por Morsi en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de junio de 2012, en las que aquel obtuvo una ajustada victoria con el 51,73 % de los votos expresados. Sólo acudió a las urnas la mitad de los ciudadanos con derecho de voto, nada sorprendente en un país con el 70 % de analfabetos y un nivel de vida que no supera los dos dólares diarios.

A pesar del anuncio de nuevas elecciones, presidenciales y legislativas, sin concretar la fecha, me parece que los militares retomaron el poder para quedarse. El ejército sigue siendo la única institución generalmente respetada, según reveló el sondeo efectuado en Egipto por el instituto norteamericano Zogby Internacional, en abril-mayo de este año. Además de registrar una vertiginosa caída de la popularidad de Morsi (del 57 al 28 % en menos de un año), el estudió reveló que el 94 % de los egipcios expresa su confianza en las Fuerzas Armadas, un porcentaje que contrasta con el escaso atractivo que ofrecen los partidos políticos.

Si la tan cacareada primavera árabe desemboca en el retorno de los centuriones al poder en Egipto, el país árabe más importante, ¿qué puede ocurrir en los otros Estados de la región que se halla en agitación permanente? Si el movimiento islamista fue el gran beneficiario de la primera fase revolucionaria, en Túnez, Libia, Egipto, Siria y Yemen, cabe preguntarse por la influencia regional del fracaso de Morsi y los Hermanos Musulmanes. “Es la mayor crisis del islamismo en varias décadas”, asegura Shadi Hamid, director de investigación del centro de la norteamericana Brookings Institution en su centro de Doha, en Qatar, citado por The Washington Post.

Los Hermanos Musulmanes sirios, influyentes en la oposición armada que cuenta con el respaldo de las potencias occidentales, y que tan encarnizadamente combaten a la dictadura de Damasco, se sienten consternados e inquietos porque no ignoran que la guerra civil en Siria fue uno de los motivos de mayor discordia entre Morsi, que reclamó la intervención exterior, y los militares egipcios, favorables a la neutralidad más absoluta. El dictador Asad, en unas declaraciones publicadas al día siguiente de la caída del presidente egipcio, expresó su satisfacción: “Lo que ocurre en Egipto es fin del llamado islam político.” Sin duda exagera, pero está aliviado.

La socialdemocracia europea, que catalogó a Morsi, como a Erdogan, dentro de la categoría de “los islamistas moderados”, probablemente tiene mucho que aprender de lo ocurrido en Egipto, de la torpeza y el sectarismo de los islamistas, pero también del inquietante perfil de las bayonetas. La primavera democrática que los socialdemócratas saludaron con tanta precipitación como ignorancia, sin estudiar la complejidad de las sociedades afectadas, ha resultado ser una flor efímera, un breve paréntesis que no despejó ninguna de las incógnitas del acertijo sobre la evolución social y política de las sociedades árabes. Crecen los argumentos para postular que el islamismo es incompatible con la democracia y Europa tiene muchos motivos para la reflexión sobre lo ocurrido en la orilla meridional del Mediterráneo.

.


Deja un comentario

Categorías