Posteado por: M | 10 octubre 2010

Entre Sartre y Camus, Vargas Llosa escogió la libertad

En una célebre disputa ideológico-literaria, en el verano de 1952, el filósofo Jean Paul Sartre y su cohorte abogaron por el compromiso político y la ceguera parcial ante los crímenes del estalinismo, en nombre de un supuesto sentido de la historia y del inexorable advenimiento del paraíso proletario, mientras que el escritor Albert Camus expresó la convicción de que la moral no debe supeditarse a la estrategia política y enarboló la bandera de la libertad que no se doblega ante los cantos de sirena que transportan las semillas del totalitarismo. Al iniciar su conversión del marxismo al liberalismo, el escritor hispano-peruano Mario Vargas Llosa siguió a Camus y repudió a Sartre, las dos lumbreras francesas a las que dedicó un libro memorable.

Uno de los grandes creadores e innovadores en el siglo XX de la literatura en lengua española, novelista de grandes personajes y estilo rutilante, fustigador de todas las tiranías, Vargas Llosa padeció el menosprecio y la ignorancia en su carrera literaria por culpa de la pasión política y los prejuicios ideológicos. Su liberalismo a ultranza, su rechazo del poder despótico y su denuncia de la demagogia del balcón en América Latina, la plaga del populismo, le granjearon muchos detractores en una izquierda con anteojeras para los tiranos de su cuerda, pero que ahora se apresta a recuperar al eximio escritor después de haberlo denigrado durante años.

La confirmación  del viraje de la política de Suecia, que determinó el triunfo de la coalición liberal-conservadora, que los autóctonos apellidan burguesa, en las dos últimas elecciones (2006 y 2010), al acabar con el inmutable reino de la socialdemocracia, parece haber tenido una influencia decisiva para aventar los prejuicios de la Academia que al fin otorgó a Vargas Llosa el codiciado galardón, curiosamente espoleada por un cambio político y también cultural de signo contrario al que venía defendiendo con notoria terquedad en el último medio siglo.

 

Todo comenzó en París

Todo comenzó en París, adonde el novelista en ciernes llegó acompañado por la tía Julia, su mujer, “excelente mecanógrafa”, a finales de 1959, tras haber pasado más de un año como doctorando en Madrid. En la capital francesa, donde transcurrieron “los años más decisivos de mi vida”, hasta 1966, ejerció como periodista, en la Agence France Presse y en la radio, y empezó a escribir “todas las novelas que tenía en la cabeza”, ya deslumbrado por Faulkner, pero, ante todo, empeñado en seguir a Gustave Flaubert y, en menor medida, a Víctor Hugo. En el caldo de cultivo de la cultura del mandarinato y de las muletas estatales, según la requisitoria de Marc Fumaroli (El Estado cultural. Ensayos sobre una religión moderna), se gestaron los artículos de sus primeras batallas políticas.  Fallecido prematuramente Camus en 1960, Sartre seguía actuando como uno de los más conspicuos mandarines.

Cuando su evolución ideológica estaba a punto de completarse, Vargas Llosa reunió 14 artículos periodísticos de su mocedad, dedicados a Sartre, Camus y Simone de Beauvoir, y los publicó en la Editorial Huracán, de Puerto Rico, en 1981, con el título de Entre Sartre y Camus, como si quisiera rendir un homenaje o expresar su admiración por la controversia que ambos escritores mantuvieron en el verano de 1952 en las páginas de la revista Le Temps Modernes, altavoz arrogante del marxismo y el existencialismo. Esos escritos fueron incorporados posteriormente a Contra viento y marea (1962-1982), cuya primera edición fue publicada por la barcelonesa Seix Barral en 1983.

La polémica entre los autores de La Náusea y La Peste está resumida por el escritor en un prólogo fechado en Lima en junio de 1981, cuando se había iniciado su reconversión ideológica. Ese prefacio ya figuraba al frente de la edición puertorriqueña y su conclusión reza como sigue: “¿Quién ganó ese debate? Me atrevo a pensar que, así como en este librito comienza ganándolo Sartre, para luego perderlo, se trata de un debate abierto y escurridizo, de resultados cambiantes según las personas que lo protagonizan periódicamente y los acontecimientos políticos y sociales  que, a cada rato, lo reavivan y enriquecen con nuevos datos e ideas.”

Nos encontramos, pues, con un Vargas Llosa aún joven y dubitativo, que no está seguro del veredicto de la historia, ni cree en el carácter ineluctable de la profecía marxista. Se siente irrevocablemente vinculado a Camus y hace suya la proclama fundadora y cartesiana de L´Homme revolté (El hombre rebelde): “Je me révolte, donc nous sommes.” (“Me rebelo, luego existimos”). Un hombre que se rebela contra una justicia abstracta que pretende suprimir la libertad para desembocar en el nihilismo, el terror, los procesos amañados y El universo de los campos de concentración (1946), título del libro pionero del escritor francés David Rousset que estuvo prisionero en Buchenwald y fue el primero en denunciar en Francia la tentacular prisión soviética, el Gulag, como un remedo de los nazis.

Por sus esfuerzos para recordar la persistencia de los campos de concentración soviéticos, en 1951 Rousset escandalizó a la izquierda socialista o abiertamente servil con el Kremlin y fue vituperado por la revista literaria del Partido Comunista Francés (PCF), Les Lettres Françaises, que lo acusó de difamar a la URSS y de falsificar los textos legales soviéticos. Por la misma época, los filósofos Maurice Merleau-Ponty y Jean Paul Sartre publicaron en Les Temps Modernes un infame artículo en el que acusaban a Rousset de infligir un grave revés a la causa del proletariado y de la revolución. “Una abrumadora ilustración de la irresponsabilidad política de los intelectuales franceses de más relieve por aquel entonces”, según la sentencia de Tzvetan Todorov en su Memoria del mal, tentación del bien (2000).

Camus, en su polémica con Sartre, replicó sin temor a caerse del pedestal y rechazó todas las formas de opresión, comunista o fascista, el totalitarismo como mal del siglo, alegando que “el hombre no se reduce a la historia”, y condenando sin paliativos las ideologías absolutas. Rousset, por su parte, acudió a los tribunales y ganó el pleito por difamación contra los comunistas.

Ruptura con el castrismo

La primera compilación de Entre Sartre y Camus recogió artículos impregnados de cultura francesa que fueron escritos en París a principios de los años 60, cuando el autor de La ciudad y los perros (1963) trabajaba en la Agence France Presse como traductor del francés al español de los despachos que la agencia distribuía en América Latina. La agitación cultural oscilaba entre El opio de los intelectuales (1955), los ensayos luminosos de Raymond Aron (1955) sobre la mortal fascinación del comunismo; la inicial admiración por la revolución cubana, el tercermundismo vengativo de Franz Fanon y los ecos ya un poco lejanos de la debelación de la revuelta húngara por los tanques soviéticos (1956). Fueron también los primeros años convulsos del cambio de régimen en Francia, el nacimiento de la V República con el general De Gaulle al frente, con la guerra de Argelia como decorado sangriento.

Luego le añadió otros artículos, conferencias, manifiestos, cartas y polémicas, que se refieren a la vocación literaria, el compromiso político, la revolución, la universidad, las libertades y la crítica. Los textos, según sus palabras, mostraban “el itinerario de un latinoamericano que hizo su aprendizaje intelectual deslumbrado por la inteligencia y los vaivenes dialécticos de Sartre y terminó abrazando el reformismo literario de Camus”.

Encontramos textos curiosos como los de “En Cuba, país sitiado”, publicado en Le Monde el 23 de noviembre de 1962, un relato de la crisis de los misiles y el subsiguiente bloqueo norteamericano de la isla, y la carta de protesta dirigida a Fidel Castro (1971), cocinada en Barcelona, “para comunicarle nuestra vergüenza y nuestra cólera” por la confesión y el arrepentimiento forzados del poeta Heberto Padilla, una autocrítica arrancada y manipulada en las mazmorras de la policía política cubana. Esa misiva, firmada también por otros escritores franceses y españoles, señaló su ruptura con el régimen cubano apenas diez años después de haberlo elogiado sin mesura.

Según cuenta en una nota a pie de página, Vargas Llosa se reunió en su casa de Barcelona, en el barrio de Sarriá, con los hermanos Juan y Luis Goytisolo, el crítico José María Castellet, el escritor alemán Hans Magnus Enzensberger y el editor Carlos Barral. Cada uno redactó un borrador, y por votación se eligió el suyo para enviarlo a Castro (abril de 1971). En el último momento, Barral se negó a firmar la misiva, sin que Vargas Llosa explique los motivos de esa retractación.

Dos años antes, en 1969, una de sus grandes novelas, Conversación en la catedral, nos ofreció un retrato al vitriolo y una radiografía de la asfixiante dictadura del general Manuel Arturo Odría en Perú (1948-1956), contra la que se rebela el protagonista, Santiago, así como una descripción de los grupos izquierdistas que la combatieron en orden disperso. El tema de la política suramericana volverá a aparecer en Historia de Mayta (1984), sobre el trotsquismo agrario; Lituma en los Andes (1993), sobre la locura criminal y maoísta de Sendero Luminoso, y La fiesta del chivo (2000), escalofriante incursión por las letrinas del trujillato en la República Dominicana.

Algunos de sus mejores artículos políticos están publicados con un título ocasional y de dudosa gramática: Desafíos a[de] la libertad (1994), pero sus ideas y denuncias sobre el populismo y otros errores cometidos por las élites latinoamericanas están recogidas en un ambicioso ensayo estrechamente vinculado a la historia del Perú contemporáneo, de título revelador y escalpelo ideológico: La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo (1996).

Pese a su constante elogio del reportaje como género literario e histórico, Vargas Llosa siguió y sigue la actualidad a golpe de artículos de periódicos y algún ensayo menos coyuntural, dejando para las novelas la utilización de la historia como material literario, como materia prima de su creación. Su evolución ideológica puede seguirse paso a paso en los textos reunidos en Contra viento y marea, entre los que destaca el artículo “Sartre veinte años después” (Lima, diciembre de 1978) y el largo ensayo encomiástico dedicado a un gran pensador liberal: “Isaiah Berlin, un héroe de nuestro tiempo” (Washington, noviembre de 1980).

El polemista acerado en que se había convertido el autor de La casa verde (1966), en un comentario dedicado al texto de Sartre ¿Qué es la literatura?, en su traducción argentina por la editorial Losada, tiene palabras muy duras para su viejo maître à penser: “La brillantez dialéctica, sin embargo, no compensa la principal característica del libro: su feroz arbitrariedad.” El ardor del converso se expresa con nitidez en sus ataques contra “el marxismo congelado por la ortodoxia soviética y la regimentación castradora que imponía el Partido Comunista francés a sus escritores”.

El ensayo sobre Isaiah Berlin es mucho más sosegado, aunque poco novedoso (páginas 406-424). Se detiene al final en el examen de la célebre dicotomía zorra-erizo debida al poeta griego Arquíloco y que el pensador liberal analizó con una agudeza maravillosa e inimitable. Según Vargas Llosa, la zorra, que sabe muchas cosas, es un escéptico, mientras que el erizo, conocedor de una sola y grande, es un fanático. Tengo la impresión de que nuestro autor pretende incluirse entre las zorras, los que militan contra las ideologías totalizadoras y finalistas, sobre todo, contra el nacionalismo, su bestia negra por antonomasia.

Contra el nacionalismo

Buen conocedor de Barcelona y su atractivo ambiente cultural a finales de los años 60, Vargas Llosa se ha convertido en azote del nacionalismo y de la buena conciencia de los nacionalistas. Viene sosteniendo la opinión de que Cataluña ha sufrido un proceso de retraimiento y decadencia cultural bajo los dictados del nacionalismo, o que la gran metrópoli barcelonesa, a la que dedicó encendidos elogios, ha sido secuestrada por el aldeanismo. Sabe de lo que habla porque vivió cuatro años en la Ciudad Condal, en contacto con el mundillo editorial y las novedades culturales.

Y frente a los que presentaban a Jordi Pujol como adalid de un particularismo sensato y pragmático, tolerante, escribió: «Pero ello no impide que el caballo que monta este benigno jinete sea potencialmente chúcaro [arisco, bravío] y pueda, en un momento dado, desbocárse­le y causar estropicios. Porque no importa cuán suave y elegante sea la mano que la agite, la bandera nacionalis­ta remueve las bajas pasiones humanas, tiende a reemplazar el diálogo por el ucase, la coexistencia por la excomunión y la discriminación, y a confun­dir, en el campo de la cultura, la rama con el bosque.»

En una de las últimas entrevistas que he leído (El País, 29-08-10), a propósito de su última novela sobre la colonización del Congo (El sueño del celta), vuelve a la carga Vargas Llosa contra la ideología del nacionalismo. El periodista se sorprende por el nacionalismo fervoroso del protagonista del relato, el diplomático Roger Casement (1864-1916), y el escribidor le responde: “Siempre he tenido terror de esa forma de fanatismo. El nacionalismo me parece la peor construcción del hombre. Y el caso más extremo de nacionalismo es el nacionalismo cultural.”

Como pez en el agua con Jean-François Revel

El autor hispano-peruano, que recibió en París su bautizo de fuego ideológico, deslumbrado por la polémica entre Sartre y Camus, llegará a la definitiva articulación de su pensamiento de la mano de otro autor francés, Jean François Revel (1924-2006), filósofo, periodista, ensayista político, al que dedicó un vibrante ensayo titulado: “Las batallas de Jean-François Revel” (Madrid, 2007).

Al comenzar su oración fúnebre, escribe Vargas Llosa: “Por su independencia moral, su habilidad para percibir cuando la teoría deja de expresar la vida y comienza a traicionarla, su coraje para enfrentarse a las modas intelectuales y su defensa sistemática de la libertad en todos los terrenos donde es amenazada o desnaturalizada, Revel hacer pensar en un George Orwell de nuestros días. Como el del inglés, su combate fue, también, bastante incomprendido y solitario.”

Presenta sucesivamente a Revel como un pensador iconoclasta, socialdemócrata y liberal, libertario; un progresista en el campo intelectual, en el sentido de que siempre fustigó las ideas recibidas, los clichés y las rutinas, especialmente de la izquierda; un periodista respetuoso de los hechos, atento a los imperativos de la realidad para refutar el empeño de falsificarla con el prurito de hacerla coincidir con las teorías sobre una presunta y perpetuamente fallida liberación; un panfletario en el alto sentido literario y moral que tiene el término en la cultura francesa. Y por encima de cualquier encasillamiento, propagador de una visión ampliamente liberal y escéptica de nuestro mundo.

Como no podía ser de otra manera, se demora Vagas Llosa en el análisis del libro teórico más importante de Revel, El conocimiento inútil (edición francesa de 1988, española de 1993), cuya frase inicial a manera de tesis despiadada ya resulta demoledora: “La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira.” Un libro, el de Revel, académico por su profundidad, pero periodístico por la ausencia de aparato crítico y sus escuetas notas bibliográficas, recorrido por la contradicción entre la abundancia de conocimientos e información de nuestro tiempo y su manipulación persistente en nombre de la ideología, esa triple dispensa o excusa intelectual, práctica y moral que causa innumerables estragos.

La pasión política le llevó hasta el combate electoral, en el que no tuvo suerte. En su exposición de motivos de la concesión del Nobel, la Academia Sueca asegura que el escritor hispano-peruano se ha distinguido «por su cartografía de las estructuras del poder y sus mordaces imágenes de la resistencia individual, la revuelta y la derrota». Pero el conocimiento del terreno no asegura el tránsito glorioso. Candidato a la presidente del Perú por el Movimiento Libertad, fue derrotado en la segunda vuelta (13 de junio de 1990) por el entonces anodino, luego golpista y delincuente Alberto Fujimori. Cayó víctima de la demagogia política latinoamericana, de la trágica dicotomía entre indios y criollos y del rencor de una clase política absolutamente desprestigiada. Todo está contado con la maestría habitual y la ecuanimidad posible en El pez en el agua. Memorias (Seix Barral, Barcelona, 1993).

En el epitafio de su aventura política puede leerse: “El programa para el que yo pedí un mandato y que el pueblo peruano rechazó se proponía sanear las finanzas y abrir la economía peruana al mundo, como parte de un proyecto integral de desmantelamiento de la estructura discriminatoria de la sociedad, removiendo sus sistemas de privilegio, de manera que los millones de pobres y marginados pudieran por fin acceder a aquello que Hayek llama la trinidad inseparable de la civilización: la legalidad, la libertad y la propiedad.” (página 532) Como tantas veces se ha dicho, lo perdió Perú y lo ganó la literatura en español. No hay mal que por bien no venga.


Respuestas

  1. woauuu!!! u.u


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